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El virus de la reconciliacion

Dr. Juan Abarca Cidon, presidente de HM Hospitales



Nada hacía presagiar hace unos meses lo que se nos venía encima. Sociedades empoderadas se creían que lo controlaban todo y que nada se escapaba bajo su dominio. En la mitología griega, la hybris representaba el pecado de la soberbia y la desmesura del ser humano que era puesto en el sitio que le correspondía por Némesis la diosa de la Justicia Distributiva. La naturaleza nos ha dado una lección de humildad en forma de virus maldito para recordarnos lo efímeros que somos y para hacernos reflexionar sobre cosas mucho más importantes que tenemos y que ya dábamos por seguras.


El virus ha pasado como una plaga bíblica, como un huracán, dejando un reguero de muerte de decenas de miles de ciudadanos en pocas semanas. Mayoritariamente, atacando a nuestros ancianos. Como si fuera una venganza por todo lo que hicieron por dejarnos a las generaciones actuales un mundo mejor, sin preocupaciones, que nosotros no sólo no hemos sido capaces de aprovechar para beneficio de todos, sino que hemos generado más diferencias y desigualdades entre unos y otros.


Cuanto sufrimiento. Para los pacientes que nos han dejado entre estertores por la falta de aire fruto de la afectación pulmonar que produce el virus. Por la soledad que conllevaba el aislamiento en los hospitales para evitar la propagación de la pandemia. Para los familiares que no han podido acompañar en esta última fase de la enfermedad a sus seres queridos y al final sólo les ha quedado la opción de rezarles porque, cuando fallecían por el riesgo del contagio, no estaba permitido velarles y ni siquiera enterrarles porque la incineración era obligatoria.

Cuanta impotencia y dolor para los médicos y sanitarios que se han visto superados por una demanda que les hacía elegir entre quien vivía y quien moría por falta de recursos suficientes. Muchas veces a costa de su propia seguridad física por no tener los elementos de protección personal adecuados. La medicina está para curar, para cuidar o para aliviar, no para elegir. Y también el miedo. El miedo, por no saber el número de pacientes a los que nos íbamos a enfrentar el día siguiente, pero si estar seguros de que no íbamos a poder atender a todos.


Cuanta frustración para todos aquellos que perderán su empleo, o el patrimonio de años de trabajo fruto de la crisis económica a la que nos vamos a ver abocados y de la cual todavía no sabemos hasta donde va a llegar, aunque ya se habla de que va a suponer la crisis más profunda desde la segunda guerra mundial.


Todas estas consecuencias sin saber si el virus volverá en algún momento, porque después de tanta muerte no tenemos tratamiento específico, ni vacuna y el maldito virus va a permanecer entre nosotros, agazapado, esperando a salir para volver a hacer todo el daño que pueda, ahora o en otoño.


Al final, lo único positivo ha sido el confinamiento al que nos hemos visto obligados y que nos ha forzado a reencontrarnos, día a día, en forma de convivencia constante, con nuestros hijos, nuestras parejas y nuestras familias. Íbamos tan rápido que apenas había oportunidad para pararse a disfrutar de lo que teníamos y ha tenido que venir el maldito virus para recordárnoslo, para reconciliarnos un poco con nosotros mismos.


Casualmente el virus ha hecho más daño en las sociedades más evolucionadas – Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Italia, España, Alemania – y por el momento y de forma extraña ha dejado de lado a los países menos desarrollados, más pobres, en los que la única arma que tenían no era la tecnología, ni los millones de euros, ni los mejores sistemas sanitarios, sino el simple confinamiento, que es la única medida demostrada, hasta el momento, que es eficaz para detener su propagación.


Parece que el maldito virus esta hecho a medida para darnos un toque de atención y que aprendamos de los más pobres. Una lección de humildad para bajarnos de la soberbia y la arrogancia que otorga el poder económico y nos paremos a reflexionar sobre lo que no diferencia clases sociales: la familia. La humildad de esconderse ante un enemigo que claramente nos supera y que no podemos vencer por mucho que tengamos los mejores recursos imaginables.


No puede haber lecturas positivas de esta tragedia, pero si interpretaciones constructivas que nos obliguen a ir más despacio y valorar las cosas que tenemos más cerca y somos afortunados por tenerlas. A ser más solidarios con todos porque el mundo no es sólo de, ni para unos pocos. En definitiva a permitir que la ciencia y la tecnología suba el suelo de todos y no cree ascensores para unos pocos.


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