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La gestión de los conflictos en la sociedad actual

Aggiornamento: 28 mag 2020

Prof. Rafael Cerqueira Fornasier, Pontifício Instituto João Paulo II para Estudos sobre Matrimonio e Famìlia, Universidade Católica de Salvador, Brazil



El pasado mes de abril, la Organización Mundial de la Salud (OMS) llamó la atención sobre el aumento de casos de violencia doméstica en el mundo debido a la pandemia COVID-19, especialmente contra las mujeres. En Brasil, hay un aumento de la violencia contra las personas mayores, además del aumento de la tasa de violencia en general en comparación con los dos últimos años. El Director General de la OMS, el 3 de abril, subrayando el aumento de la violencia contra la mujer, sugirió que el estrés y las tensiones vinculadas al confinamiento de la familia durante el periodo de cuarentena, la pérdida de empleo, la disminución del contacto con parientes y amigos podrían ser factores de riesgo. Añádase a ello el hecho de que, de un momento a otro, el ritmo y el estilo de vida de la familia han cambiado completamente. En el caso de las familias más pobres, que suelen tener más hijos en los países de América Latina y viven en casas pequeñas y en condiciones precarias, el reto de gestionar y organizar las relaciones familiares es mucho mayor.


En las circunstancias actuales, la vida familiar revela claramente lo que la caracteriza estructuralmente, lo que la marca de manera dramática y con lo que la sociedad contemporánea siempre tiene que aprender a lidiar: el conflicto.


La sociedad del espectáculo, con su exceso de positividad, expresiones del filósofo B.-C. Han, que trata de maximizar la eficiencia en todo momento, incluso en las relaciones humanas, puede haber generado una idea simplista de resolver los conflictos y tensiones o eliminarlos aumentando el espacio privado de las libertades individuales, en el que los lazos familiares obviamente tienden a perder su relevancia y su lugar. En este contexto, se entiende que la libertad es menos relacional y más autorreferencial, sin el riesgo de una interacción laboriosa con el otro, lo que plantea, entre otras cosas, la figura del espectador social anónimo, demasiado curioso por la vida de los demás, pero distante de ella.


En realidad, la verdadera libertad en la sociedad y en la familia no es ni será nunca un acto aislado, sino que, por el contrario, necesita la presencia de otros, en el que la relación no es solo un concepto abstracto, sino una realidad vivida, como un topos, lugar o espacio de ser en común, que desafía a las partes implicadas en esta esfera relacional a que asuman decididamente ese entre dos como una promesa de apertura y crecimiento de los espacios individuales. El espacio o topos relacional de la conyugalidad, la paternidad, la filiación, la fraternidad, la sociedad y, podemos también añadir, el de la religiosidad requiere ser generado, promovido, cuidado, transformado y transmitido y eso implica, por suerte o por desgracia –según se entienda la cuestión– no pocas tensiones y conflictos a lo largo de la vida.


El conflicto suele percibirse y asumirse desde una perspectiva de negatividad, tal vez porque genera cierta molestia, incomodidad, situación desagradable y tensa en el sujeto y entre los sujetos, que puede conducir a la violencia y al homicidio. En un contexto de alta competitividad en el que solo se ven sus efectos destructivos –y esto se plantea siempre como un espectáculo– uno puede ser llevado a una actitud de ausencia de confrontación necesaria en la raíz del propio conflicto y de resolución del problema en cuestión.


A lo largo de la historia de la humanidad, la búsqueda de la superación de los conflictos va de la mano del propio conflicto. Así como el proceso de deliberación de la democracia, que aspira a condiciones de cooperación mutua, busca la superación de conflictos por medio de la interacción de intereses contrapuestos en el debate público, la familia, en todo caso en las sociedades occidentalizadas, es hoy más horizontal y está más democratizada que en su forma jerárquica y vertical de un pasado no demasiado lejano, se ve desafiada, como sujeto agente, sujeto ético, a encontrar formas de afrontar y superar los conflictos y tensiones, tanto nuevos como viejos, de manera negociable, presentes en sus relaciones. Por lo tanto, es necesario redescubrir la positividad de dinámicas relacionales conflictivas, o el aspecto positivo del propio conflicto, y su carácter constructivo y funcional en una actitud de cooperación. Esto significa que el conflicto en sí mismo tiene la capacidad de resolver la tensión entre los factores opuestos, proporcionando bienestar y no solo incomodidad como se suele pensar. El esfuerzo por resolver el conflicto pasa por una tercera vía, que implica la aceptación de la existencia de cierta polaridad, teniendo en cuenta que las necesidades del ser humano tienen cierta antinomia. Esta antinomia debe ser aceptada para evitar una división entre los polos, favoreciendo uno por encima del otro. Se trata, por lo tanto, de aceptar el dilema para encontrar una posible salida del estancamiento. Es fácil ver que en medio de todo tipo de crisis familiares, que marcan la historia de una familia, se presentan todo tipo de conflictos. La crisis y el conflicto tienen este aspecto positivo en común, en la medida en que permiten un aprendizaje común, un crecimiento mutuo y una maduración relacional a favor de los lazos generativos.


El conflicto o los conflictos, en particular los que se producen entre miembros de una familia, implican el dinamismo de las pasiones (pathos). Basta con recordar que las situaciones estresantes provocadas por la incertidumbre sobre el futuro después de la pandemia pueden desencadenar miedo, tristeza, ira, que al influir en la forma de actuar en la familia, pueden, dependiendo de cómo se manejen esas pasiones, causar graves dificultades relacionales en el seno de la familia. Por otra parte, si se administran con una buena dosis de racionalidad (logos), lo que obviamente requiere que se haya realizado o se esté realizando un proceso de crecimiento de la madurez emocional, los conflictos permiten una apertura para buscar lo que simplemente se debe lograr (ethos). De hecho, las relaciones familiares plantean la posibilidad de adquirir la capacidad de gestionar los vínculos tanto en términos de sentimientos, en particular los más reflexivos, como la confianza y la esperanza entre sus miembros, como de justicia, expresada en la lealtad, la fidelidad, la responsabilidad, la reciprocidad, etc., impregnados de momentos tensos y de conflicto. Esto implica saber tratar la condición del ser humano contemporáneo, que tiende a descomponer los elementos constitutivos de la experiencia humana, fragmentando y, a veces, dividiendo la experiencia de la racionalidad, la afectividad y la ética.


El conflicto no debe interpretarse únicamente como la fuerza coercitiva de la ley, en un movimiento desde el exterior, por parte de la entidad estatal, hacia el interior del pueblo y sus familias. Este se configura en una solución momentánea para proporcionar la contención de las pasiones implicadas en las relaciones conflictivas, lo que, además, refuerza una cierta pasividad de la familia, vista como un objeto y no asumida plenamente como sujeto. Para cuidar el espacio relacional, valorando a la familia y las acciones familiares, se requiere algo más para abordar los conflictos. Se requiere una transformación ética interna que fundamente antropológicamente la aplicación de la ley. La reflexividad social y ética de la familia, que la convierte en sujeto, tiene una importancia aún poco o nada explorada aquí, y puede ser desarrollada adecuadamente por la propia familia, por la sociedad y por los Estados.


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